Había un
gran bullicio en los alrededores del puerto.
Era
mitad mañana y la gente de la pequeña ciudad daba vueltas por los alrededores
del pueblo.
Los
pescadores vendían una gran variedad de pescado fresco y marisco y diversos
agricultores ofrecían frutas y verduras en sus puestos, un poco más alejados
del puerto.
Herreros,
artesanos, carniceros y panaderos atendían a sus clientes en sus establecimientos,
situados en las calles que llevaban al puerto.
Entre toda
aquella gente se movía un muchacho. Avanzaba sin prestar atención al sonido de
los martillazos de los herreros, el delicioso olor del pan y los bollos, del
jaleo de los compradores y de las voces de los mercaderes que anunciaban su
mercancía.
El
muchacho, con el pelo de un color casi dorado, avanzaba entre la muchedumbre
esquivando a la gente sin disminuir la velocidad.
Sabía exactamente
a dónde se dirigía.